La ropa interior y los libros

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La ropa interior y los libros

Pese a lo costumbrista que pueda resultar una novela romántica histórica-medieval, poco nos hablan sus autoras de la ropa íntima de sus protagonistas. Pero dado el género literario del que estamos hablando, en el que con cierta frecuencia se visten y desvisten, me puse a fisgonear un poco sobre ello y, hete aquí, que me encontré con algún dato interesante.
 
Señoras, por lo que parece, de vivir en el siglo XIII nos hubiera tocado, con bastante probabilidad, ir con el culete al aire. Sí, a no asustarse; por lo que cree era bastante común que debajo de toda esa ropa las féminas no usaran nada más que unas calzas que les llegaban a las rodillas. Y, bueno, pensé, hay que entenderlo, era una forma como otra cualquiera de ahorrar tiempo y esfuerzo a sus sufridos compañeros.
 
Lo que me sorprendió más fue saber que los hombres, por el contrario, sí que acostumbraban a tapar sus partes pudendas.
 
Esta sí que es buena, me dije. Yo toda la vida creyéndome perteneciente al género que ostentaba la higiene y el pudor como icono, y ahora va a resultar que eran los hombres…

Adiós a la idea de que éramos nosotras las que se lo poníamos difícil. Y, sobre todo, adiós a mi libido, pues, aunque esos calzoncillos eran un tanto ingeniosos y por consiguiente tenían su puntito, lo cierto es que no sé cuantos hombres podrían superar la prueba.
  
Así que, visto lo visto, me quedo en cómo nos los presentan nuestras autoras. Sin duda alguna me resulta bastante más alentador: prefiero que sean ellos los que luzcan sus posaderas y que, sobre lo que llevaban o no nuestras antecesoras, se corra un tupido velo.
  
Y mucho más desde que me enteré, que en la difusión de la cultura, las bragas, camisones  y  calzones bien pudieran estar, en importancia, al mismo nivel que el invento de la imprenta.

Sí, queridas, sí. Escribir sobre pergamino costaba un riñón, mientras que conseguir papel a base de harapos, naturalmente, resultaba más barato. Nuestros antepasados, que de tontos debían tener bien poco, decidieron reciclar los andrajos y convertirlos en la materia prima de la que están hechos los libros, y allí fueron a parar esas calzas, enaguas y calzoncillos que sus dueños desechaban. Solo tendrían que pasar unos cuantos siglos más, para que un eminente profesor de Historia Medieval de la Universidad de Utrecht se percatara de la relación que había entre el  aumento del uso de la ropa interior -sobre todo en la ciudades- y el incremento consiguiente que había existido en la fabricación de papel, llegando a la conclusión de que la ropa iítima de nuestros tatatataraabuelos fue de vital importancia para la propagación de la cultura. ¿Curioso, no? Pero dado que su trabajo no acababa ahí y que añadía el dato de que la labor de la mujer en la alfabetización es un hecho irrefutable al que no se le ha concedido la importancia que se merece, decidí que, fuera como fuese, este hombre iba a llevar más razón que un santo.

En fin, comprenderéis que, desde esta nueva perspectiva, decidiera aportar mi pequeño grano de arena a la causa y, por consiguiente, tomara las medidas pertinentes…

De momento a mi marido le compré este invierno unos buenos marianos, que hay que ver la extensión que tienen, y yo me he pasado del tanga al culotte. No os voy a engañar, hubo un amago de cuestionar el cambio en la política de interiores de mi hogar, que, por supuesto, fue rápidamente atajado por mi parte.

Faltaría más: ¡todo sea por la cultura! y más aún, si de esta forma se consiguen novelas románticas a precio más barato.

¿Alguna se apunta?  

Imágenes de Ralf Seemann en Pixabay

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