-¡Buenos días! Me tenía usted preocupado. Tome. Aquí le tengo guardada, como siempre, su novela.

– Gracias, hijo. Tan servicial como tu santo padre, que Dios tenga en su Gloria.

– Deje, deje, que ya se la guardo yo. ¿Ve? se la meto en la bolsita y se la cuelgo de la bombona de oxígeno. Espere, que le retiro la sonda para que no moleste.

– Sujétala bien no se vaya a caer, hermoso. ¡Qué nervios! ¡Por fin sabré de quién se enamora el primo del sobrino del cuñado del nieto del duque de Hallverstone!

– Ya está. Perfectamente asegurada. Espero que la quichicienta entrega también sea de su gusto. Y la siguiente… ¡La siguiente corre por cuenta de la casa! No, no diga nada, que cien años no se cumplen todos los días…

Así, así es como yo me veo. Y es que hay series y sagas que amenazan con acompañarnos hasta el día en que entreguemos el alma al Redentor.

La cuestión es que siempre empieza la cosa de la forma más inocente, pero cuando te quieres dar cuenta, andas ya por la tercera generación, mas novelas de allegados de por medio. Y no es que no me gusten las series. No. Y no es que no me llamen la atención los personajes. Eso tampoco. Y no es que dude de que la siguiente entrega sea una historia hermosa. Desde luego que no. Lo que ocurre es que me agotan.

Al final consiguen que me haga un lío con tanto nieto, sobrino, primo, hermanastro o amigo. Y me deprimo cuando imagino que aquellos maravillosos hombres y mujeres, cuya historia de amor tanto me emocionó, van camino de ser abuelos, tíos abuelos o tatarabuelos. Me exaspera que en una pequeña población se pueda dar tanto atormentado y enamorado por kilómetro cuadrado. Me consume tanta raza, sub-raza, dios, semidiós y fauna variada. Y, ya puestas, me hacen sentir cual cucaracha víctima del marketing y la adicción.

Me gustan las series y sagas, pero, sinceramente, me niego a comenzar otra de las que se alargan hasta el infinito y más allá.

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