Es una tarde cualquiera de agosto, sobre las siete. Hace un calor digno de una sauna regentada por Lucifer y yo estoy en casa, intentando sobrevivir al amparo del aire acondicionado. Aunque por la forma en la que mi cuerpo se derrite sobre el sofá el fresquito artificial no me está sirviendo de mucho.
Igual la televisión tiene algo que ver. Y no lo digo por las ondas que desprende, sino porque en la pantalla Can Yaman se pasea desplegando sus encantos de galán de novela romántica. Sí, ya lo sé: yo también creo que mirar semejante espectáculo en plena ola de calor es lo más parecido al suicidio que he hecho nunca pero, ¡¿cómo resistirse?! El chico es un dechado de virtudes. Tan perfecto ―y no me estoy refiriendo solo al aspecto físico― que sabe aguantar con dulce estoicismo cada nueva ocurrencia de su compañera de reparto. Porque, vamos a reconocerlo, Sanem es una chica encantadora y divertidísima, pero está un poco ―solo un poquito, ligeramente― desquiciada. Por menos de las que ella organiza, a mí mi novio de turno ya me habría dejado por imposible. Y estoy usando la palabra “dejar” en su significado más cruel. Sí, sí; imagina la tragedia.
Puedes llamarme dramática, pero estoy convencida de que no soy la única. Como poco, seguro que mi hermana comparte mi opinión. No tengo duda sobre ello porque en un momento determinado del capítulo se incorpora en el sofá, donde está despanzurrada rivalizando en glamour conmigo ―lo de ser elegante me viene de familia, está claro― y exclama como poseída por algún tipo de demonio resabiado con el amor:
―Pero, ¡¿cómo no voy a salir corriendo a inflarme de helado?! ¡Si es que me están traumatizando! Yo no he encontrado una cosa así en la vida.
Y así, habiendo dejado clara su indignación por lo que considera una flagrante estafa ―y, de paso, haber justificado su incapacidad para resistirse al dulce típico de la estación en la que estamos―, vuelve a dejarse caer en el asiento que compartimos. Lo hace al más puro estilo de Lucy en el Drácula de Coppola, pasando de la furia a la calma con una facilidad pasmosa. Siempre ha sido la más pasional de las dos. Yo, por el contrario, tiro más al pa’dentro: en vez de darle salida a lo que pienso, lo centrifugo en mi cabeza con vueltas, vueltas y más vueltas. Así no es de extrañar que la apreciación hecha por mi hermana me de para pensar un buen rato.
Lo de las altas ―y falsas― expectativas que nos generan las historias románticas a quienes disfrutamos con ellas no es nada nuevo. De hecho, la crítica está tan trillada como el resto de reproches que se le hacen al género. Recuerdo que hace ya bastantes años, cuando yo todavía era una joven inocente que soñaba con escribir algún día sus propias novelas, leí un post en el blog de una autora ―lamento no citarla para reconocerle el crédito, pero ha pasado tanto tiempo que ya no recuerdo exactamente quién fue la autora del texto― donde hablaba de la responsabilidad que debemos adquirir quienes escribimos romance. Todo ello para evitar el chasco que se llevarán nuestros lectores en el momento que aparten la nariz de los libros y afronten su propia vida sentimental.
Personalmente, tengo que decir que estoy completamente de acuerdo con esta escritora. Y, sin embargo, no coincido con su opinión.
Vamos a ver, que el amor que nos presentan las novelas románticas es siempre una versión ultra idealizada de lo que la inmensa mayoría de los mortales experimentaremos en nuestras relaciones de pareja queda fuera de toda discusión, ¿a que sí? ―Si tu respuesta a esta pregunta es negativa te doy mi más sincera enhorabuena. ¡Ni te imaginas la suerte que has tenido!―. Pero, honestamente, considero que criticar esa idealización tiene tanto fundamento como quejarse porque la última novela de Stephen King te dejó una semana sin poder dormir.
Y es que, pregunto de nuevo, ¿qué esperabas cuando elegiste ese libro de entre todos los que había en la librería? ¿Me vas a decir que no andabas buscando una buena dosis de sustos?
Ahora sí que la única respuesta posible es afirmativa. Lo siento, acepté la excepción antes, pero aquí ya no te queda más alternativa que darme la razón.
De modo que lo siento, mi dulce palomita, pero debo decirte que la culpa de que hayas pasado noches aguantándote las ganas de ir al baño por temor a toparte en mitad del pasillo con dos angelicales gemelas invitándote a jugar con ellas es tuya y de nadie más. Ni se te ocurra caer en la desfachatez de cargar con la responsabilidad a Mister King. Él lo único que ha hecho ha sido desempeñar su trabajo maravillosamente. La labor de gestionar cómo te afectan sus escritos recaen en ti, como persona adulta que eres.
Lo mismo aplica con el género romántico. Con todos, en realidad. La ficción no es más que una recreación aumentada y exagerada de situaciones reales. Por eso mismo resultan interesantes, porque se salen de lo común. Si las novelas no se saltasen el límite de lo cotidiano, reconozcámoslo ―una vez más, la última; venga, que no te cuesta tanto darme la razón― serían haaaaarto aburridas.
Y, dicho todo esto, ha llegado la hora de que también yo asuma responsabilidades. ¡A ver si te pensabas que me iba a ir de rositas! De eso nada; lo reconozco con toda la humildad del mundo: diga mi hermana lo que diga, eximo de responsabilidad al señor Yaman. La culpa de que hayamos pasado el verano ingiriendo cantidades industriales de helado y al volver de vacaciones yo me haya encontrado con tres kilos de más ejerciendo de okupas en mis caderas y abdomen, no es suya. Tampoco de los protagonistas de las novelas románticas que he leído estos meses. Una vez más repito que es entera y totalmente mía.
No pasa nada, ya me pondré a trabajar duro para desalojar a estos infames. Mientras tanto, por favor, dame amores románticos, ideales héroes de novela y chicas locas que me hagan reír con sus desmanes para amenizarme la ardua tarea que tengo por delante. Que la dieta y el ejercicio ya son demasiado tristes de por sí para que una se prive de agregar un poco del único edulcorante 100% libre de grasas que existe en el mundo.
Esta es mi opinión. Por supuesto ―y aunque prácticamente te he coaccionado para que me des la razón a lo largo del artículo― eres libre de contradecirme si no estás de acuerdo. Me encantará leer lo que piensas sobre el tema, así que te cedo el turno de réplica y, ya sabes, te leo en los comentarios.
Por cierto, aunque soy consciente de que media humanidad se me va a echar encima por esto que voy a confesar, quiero decir que tampoco me mola tanto Can Yaman ―me refiero al actor, su personaje me encanta―. Lo encuentro demasiado descomunal para mi gusto. Si tengo que elegir, prefiero a su hermano en la ficción.
Soy rara, lo sé.
Artículo realizado por Adriana Andivia.
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