Polvorones, turrones y demás bombas calóricas nos saludan ya ―llevan meses haciéndolo, en realidad― desde las estanterías de los supermercados; el alumbrado está listo ―o en proceso de colocación― para colorear las noches de diciembre con un sinfín de bombillas multicolores y Mariah Carey, con su All I Want For Christmas Is You, volverá a convertirse en la adorable ―pero repetitiva― banda sonora de nuestras vidas.
Las señales no mienten: querida amiga, un año más tenemos la Navidad encima.
Te lo aviso solo para que andes prevenida. Mira que, con el ambiente que se está generado, no deberías sorprenderte si terminas en brazos de un imponente hombretón de improviso, cuando menos te lo esperes. Sí, sí; quita esa cara, que no me he vuelto loca. Recuerda que a los dulces, las luces y las canciones navideñas hay que añadirle el toque decorativo de las coronas de muérdago colgando de puertas y ventanas. Y ya se sabe que estas son una justificación perfecta para los besos inesperados.
La verdad es que a mí eso de que me besen bajo el muérdago no me ha pasado nunca. Y lo más probable es que este año tampoco me estrene en la materia ―¡Ah, realidad! Al final acabarás matándome de aburrimiento―. Vivo en un lugar en el que esta costumbre no se estila. Sin embargo, aunque mis labios jamás hayan vivido semejante momento, mi imaginación lo ha hecho infinidad de veces. Y es que, ¿cuántas novelas, tanto históricas como contemporáneas, habré leído con escena de beso bajo el muérdago?
Por tus manos también han caído unas cuantas, ¿a que sí?
Pues, ya que estamos entrando en tiempo de honrar las tradiciones, hoy vamos a sumergirnos en esta que tanto juego da a las autoras de romántica y tantos suspiros nos arranca a las lectoras.
Desde ya te aviso que remontarnos a un origen concreto es un poquito complicado. La simbología de esta planta de aspecto arbustivo ―palabra que acabo de aprender, y a la que planeo sacar muuucho partido― está presente en bastantes culturas. Por ejemplo, aparece en los ritos matrimoniales primitivos, las Saturnales―fiesta romana celebrada en honor del dios Saturno― o la tradición escandinava. De esta última, precisamente, se deriva una bonita historia.
Cuenta la leyenda que la diosa del amor y la belleza, Frigga, tuvo un terrible sueño en el que vio morir a su hijo, Balder, dios de la primavera, antes de que pudiera hacerse adulto. Por ello, la divinidad se dio a la tarea de hablar con todo ser viviente, con el fin de rogarles que no le hicieran daño a su pequeño. Sin embargo, se olvidó del muérdago. O, mejor dicho, obvió la charla con él porque lo consideraba insignificante e inofensivo.
Un descuido que Loki, un personaje bastante puñetero, para qué mentir ―por algo es el dios del engaño, la traición y las mentiras―, supo aprovechar. Y así, cuando Balder quiso alardear su invulnerabilidad en un concurso de lanzas que él mismo organizó, el dios traidor elaboró una con punta de muérdago, con la que el niño se hirió de muerte.
Así se cumplió la nefasta premonición de la diosa del amor y, al hacerlo, el mundo se sumió en el cruel invierno al que fue arrastrado por la pena de la desconsolada madre. La pobre Frigga, desesperada, no podía separarse del cadáver de su hijo. Se aferraba al cuerpo sin vida del pequeño con tal desesperación que los dioses, conmovidos por su dolor, se apiadaron y le concedieron la gracia de devolver la vida al joven y castigar al muérdago, convirtiéndolo en una planta parásita y dependiente de otras.
Fue el propio Balder, una vez resucitado, quien ordenó que, para honrar el amor que su madre la había demostrado, las parejas que pasaran bajo una rama de muérdago se besaran. Perpetuado así el amor verdadero en la tierra.
Es una historia preciosa, ¿verdad?
Un significado similar otorgaban al muérdago los habitantes de la Europa Celta. Ellos también consideraban a esta planta un símbolo de amor, así como de fertilidad. A tal punto que, incluso, le atribuían propiedades afrodisíacas ―¡cómo te lo cuento!―. Es por esto que tomaron la costumbre de colgar coronas de muérdago en las puertas de sus casas, con la esperanza de atraer el amor y la paz a sus hogares. Y, también, de que estos se colmasen de hijos, claro. Así que, a modo de declaración de intenciones, las parejas se abrazaban y besaban bajo la corona y… Y ya está. Refrena esa imaginación. La carta a la cigüeña la escribían en el dormitorio y a puerta cerrada. La vida en los poblados celtas no era tan entretenida como supones.
Ya en el siglo XVIII, acercándonos un poquito más a lo que leemos en nuestras novelas, fueron los ingleses quienes se asentaron en la creencia de que cualquier jovencita que se parase bajo una corona de muérdago ―bola de muérdago, la llamaban ellos― no podría negarse a ceder sus labios a quien los reclamase en un beso. Según defendía la tradición, estas doncellas serían llevadas al altar al año siguiente. Ahí, sin tregua; matrimonio exprés. Más les valía, a las pobres, rezar para que el caballerete que decidiera plantarles un beso no les fuera indiferente. Porque, de ser el caso el contrario… ¡Menudo premio!
Otro detalle que no se debía olvidar era quemar la corona pasadas doce horas desde que la corona fue colgada. Dato de vital importancia para los muchachos y muchachas del pueblo pues, de no convertir el muérdago en pasto de las llamas, aquellos que se hubieran besado bajo él no se casarían nunca. Vamos, que se quedarían para vestir santos.
Pensándolo bien, igual sí que me besaron bajo una corona de muérdago y alguien se saltó el último paso del ritual. Es más que probable.
Hasta aquí toda la información que he podido recoger sobre el muérdago y los besos. Datos bastante útiles, oye. Te lo digo en serio. Piensa que te pueden servir de excusa perfecta para chocar labios con ese oscuro objeto de deseo que no termina de darse por enterado. Es ahora o nunca, que la fecha se presta al experimento. Así que ánimo ;-P
Ahora pegaría que me despidiera rememorando alguna escena de novela romántica donde el muérdago haga de las suyas. Pero, honestamente… ¡No recuerdo ninguna!
Soy un desastre.
¡Nos leemos!
Artículo realizado por Adriana Andivia.
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